Por Sonia Pérez.- Ayer, cuando me disponía a entrar en la estación de metro vi a lo lejos a un hombre que intentaba hacerse paso entre la calle y la puerta de entrada. Él, además de ser visiblemente cojo y llevar enganchada en uno de los brazos una muleta y en su otra mano, un carrito a cuadros azules de los de la compra, logró entrar a duras penas.
Yo entraba fácilmente por la puerta contigua a su derecha.
Nada más entrar encontró un nuevo impedimento. Tenía un gran desafío en bajar por su cojera, su muleta y su carrito lleno de carga. En ese momento, sentí su mirada pidiendo auxilio. Parecía como si él fuera invisible a la maraña de gente que pasaba. Su mirada se cruzó con la mía y antes que me hubiera dado cuenta, le ofrecí mi ayuda. Era extranjero y balbuceaba al estilo indio alguna palabra suelta en castellano. Los dos miramos la veloz escalera mecánica que se deslizaba hacia abajo, paralelamente a la escalera de mano que se tendía a su izquierda y con la mirada entendimos que él no podría bajar por la mecánica, ya que su cojera le impedía entrar a tiempo sin caerse. Con el idioma universal que todos dominamos – el de los gestos – logré que entendiera que mientras él bajara por la escalera normal, yo iba a coger su carro de cuadros e iba a bajarlo por las escaleras mecánicas hasta abajo. Asintió con su cabeza y su mirada triste y llorosa que sólo puede tener alguien que lo está pasando mal. Sus sufrimientos se reflejaban en su rostro de tez morena. Esbozó una leve sonrisa que me hizo sentir que lo que me disponía hacer era lo correcto. Y comenzó el descenso: yo con mi deslucido carro de cuadros azules, bajando felizmente y preguntándome si ese pobre hombre cojo lograría bajar un tramo tan largo de escalera. También me pregunté qué debería yo hacer una vez que hubiera llegado abajo, ya que por su cojera el hombrecillo tardaría bastante más que yo en llegar. Miré el carrito y comprendí que me había dado todas sus pertenencias. En ese carro iba toda su vida, reducida a la mínima expresión. Aunque me dirigía al trabajo e iba yo con mucha prisa lógicamente, tratándose de Madrid, decidí esperar abajo. A mitad de camino, miré hacia atrás al hombre, que a duras penas se sujetaba en el pasamano de la interminable escalera sin quitarme ojo por si me largaba con su preciado carro. Otro gesto al mirarle le indicó que el carro estaba a salvo conmigo.
Al llegar abajo del largo tramo de escaleras, coloqué el carro a un ladito con cariño. Como el que coloca a salvo de golpes, una pieza de cristal. Miré de nuevo hacia arriba. El feliz hombrecillo sonreía y se apresuraba por llegar abajo. Me preocupé porque al verme abajo esperándole, noté que había acelerado el paso y pensé que podría caerse sin remedio. Fueron segundos y ante la amenaza de la caída, para que mi amigo no se impacientara en llegar, le hice varios gestos con la mano para que bajara tranquilo y despacio. Sin embargo, él seguía apurado por llegar abajo lo antes posible. Quizá pensó que yo tenía prisa y me estaba perjudicando el esperarle. No lo sé. Se aferraba con su dos manos a la barandilla y había colocado su muleta debajo de la axila izquierda para agarrarse mejor. Ante el peligro que causaba mi presencia para él, ya que no disminuía la marcha, sino que al contrario, decidí levantar mi brazo en gesto de despedida e irme a coger mi metro. Él desde lo alto, me dio las gracias y hasta pude ver a lo lejos su dentadura oscura asomando por su frondoso bigote en una sonrisa de agradecimiento.
Me sentía triunfante. Como aquella que hubiera salvado un momento crucial en la vida de alguien. Fue entonces cuando entré en mi vagón y me puse a darle vueltas a lo ocurrido. De pronto me di cuenta de lo que yo, no había hecho, en lugar de enfocarme en lo que sí había logrado hacer por aquel hombre. Mi sentimiento de satisfacción se trasformó en culpabilidad tan rápido como el sonido de una palmada cuando despiertas. Podía haber subido a ayudarle a descender la escalera, o cogerle su muleta para que bajara mejor. En lugar de eso, me quedé abajo esperando a que hiciera su particular y titánico esfuerzo. De repente me sentí tonta e inconsciente. Pensé en el gran Ego que me había envuelto en esa situación. Ahí estaba yo, dándome palmaditas en el hombro y poniéndome medallas imaginarias. Ahí estaba Sonia la salvadora…¡qué buena soy y qué gran corazón! Mi cabeza comenzó a imaginar…»Y si al decidir irme, alguien le robó el carro a ese pobre hombre». «Y si el hombrecillo impedido no logró bajar sus escaleras y se precipitó al vacío. ¡Y si …! ¡Y si…!, ¡Y si…!
Intenté recuperarme del shock que me iban contagiando por momentos los “¡Y sis…!”, sin embargo, como nunca sabré las respuestas a las dudas que me planteé en el camino hacia el trabajo, decidí aprender algo de ello al menos. Aquí van mis aprendizajes:
- Los “Y si…” no existen. Sólo nos llevan al sufrimiento.
- Siempre que creas que has ayudado, seguramente haya todavía cosas por hacer.
- Toda tu vida se puede guardar en un carrito de compra a cuadros. Incluso en menos espacio.
- Una mirada lo dice todo cuando te permites ver de verdad en lugar de sólo mirar.
- La sonrisa es un tesoro que nos pertenece sólo a nosotros. Que se ofrece aunque no tengas otra cosa y que cuando la recibes te habla desde el corazón.
- Cuando creemos que no podemos más, siempre podemos más.
- Si te abres a la vida, la vida te regala historias para que aprendas de ellas.
Si te apetece tener tus propios despertares, pero no sabes por dónde comenzar, empieza por escribirme compartiendo tu historia conmigo en soniacoaching@gmail.com
Estoy aquí para ti. Un abrazo y mil besos.
Sonia P. – Coach Profesional certificada por ICF