Por Federico Velázquez de Castro González.- Muchos años antes de que el término crisis nos resultara tan familiar –referido obviamente a la actual crisis económica- se venía hablando de otra, no tan evidente, pero igual de preocupante: la crisis ambiental. El término escogido era apropiado porque expresaba riesgos e incertidumbres y podía evolucionar hacia diferentes escenarios. Respondía a rasgos muy característicos como la aparición, por primera vez, de problemas globales, su tendencia exponencial y su acusada persistencia. A los impactos locales en relación con el aire, agua o suelos, se le han ido añadiendo los de rango superior, como la lluvia ácida, la reducción del ozono estratosférico o el efecto invernadero de algunos gases, que revierte en una alteración del clima en todo el planeta. Y en este entorno de preocupación y debate es donde hoy nos situamos.
La crisis ambiental puede avanzar en varias direcciones que irían desde la sostenibilidad a la catástrofe. En función de cómo evolucione el consumo de energía y la clase que se utilice, el grado de intensidad de la tecnología, la gestión de los recursos en todo su ciclo de vida, el aumento de la población y su nivel de vida, el tipo de movilidad…, se irán diseñando los escenarios del futuro. Pero en todos los casos la clave estará en que se respeten los límites que todo recurso y actividad tienen. No parece fácil que esto pueda realizarse dentro del propio modelo económico generador de los daños ambientales, además de injusticias y exclusión social, aunque el medio ambiente juega un importante papel como indicador, ya que los daños que en él se producen y que él refleja no son sino una manifestación más del modelo que los origina y que, desde esta área, nos advierte de sus desequilibrios y sus incompetencias.
Las consecuencias de la crisis ambiental se están dejando sentir en todos los ecosistemas. La desaparición estimada de tres especies cada día es verdaderamente trágica, por cuanto que detrás de cada una hay un patrimonio genético irrepetible y una insustituible pieza del gran mecanismo de la biodiversidad. Se viene hablando desde hace tiempo de la desaparición de los bosques tropicales, las dificultades de muchas especies, que van engrosando las listas rojas de la UICN, la degradación de los espacios naturales…, cuestiones de indudable interés mediático y ecológico, pero que no han constituido una preocupación inmediata para los ciudadanos de los países desde donde se originaban los daños planetarios debido, esencialmente, a su insaciable voracidad consumista.
Las cosas cambian, sin embargo, cuando aparece implicada la salud. Es aquí cuando los ciudadanos se interesan y comienzan a cuestionar las razones que podrían afectarles. Los impactos ambientales atañen indudablemente a la salud, desde la contaminación del aire (causante de más de 300.000 muertes prematuras cada año en la Unión Europea), del agua (la cifra asciende aquí a millones de personas en todo el mundo), el ruido o los alimentos, hasta la dispersión de productos químicos, de los que la industria ha producido más de 100.000, y de los que de la mayor parte no se conocen sus efectos, pero que comienzan ya a incorporarse a nuestros organismos y a acumularse en ellos, como algunas pruebas analíticas –recordemos las de la ex comisaria de Medio Ambiente de la U.E., Margot Wallström y otros relevantes médicos y políticos- han puesto de manifiesto.
Aun así, la protección de la salud no aparece como un revulsivo frente a la contaminación ambiental o, al menos, no tanto como sería deseable. En la sociedad postmoderna sólo cuenta el presente y la satisfacción inmediata que me aporte, de modo que si fumar mata y exponerse al sol envejece la piel, al no constatar esta realidad de un día para otro, tampoco genera la postura decidida y sensata que se esperaría de un sujeto inteligente y de visión histórica. Pero parece que algo se mueve y, gracias a las campañas de concienciación que diferentes entidades realizan, muchas personas se van sensibilizando sobre los riesgos de vivir en entornos hostiles para nosotros y nuestros descendientes.
La educación ambiental es un instrumento imprescindible para la generación de conciencia, hasta el punto de que alcanzarla es su principal objetivo. Heredera de las grandes corrientes de la pedagogía activa, plantea el aprendizaje y la implicación de cada persona en su propio proceso de descubrimiento y compromiso. Ha buscado, tras ellos, la generación de valores que se fueran traduciendo en estilos de vida más responsables y sostenibles. Y además prepara para intervenir en la vida pública con habilidades y competencias, de modo que el hombre y la mujer concienciados no sólo se comporten como buenos ciudadanos que ahorran y reciclan, sino que sepan actuar socialmente porque esto es lo que la situación socioambiental hoy nos exige.
La educación ambiental, como cualquier otra disciplina, va evolucionando y enriqueciendo sus contenidos. Y desde sus orígenes, que suelen situarse en las primeros informes de la UNESCO de 1968, ha ido trasladando su centro de atención desde lo natural a lo social. Este acertado giro ha venido justificado porque los daños ambientales se generan desde el medio humano, por lo que para resolverlos, no se requieren tanto intervenciones científicas como sociales. Lo natural, lo científico, lo tecnológico, son medios con los que afrontar y corregir determinados hechos, pero su origen está más allá y tiene que ver con variables políticas y económicas.
En otras palabras, el discurso de la educación ambiental se ha hecho más antrópico. Y en esta perspectiva la protección de la salud se ha situado como uno de sus objetivos principales, dentro de la mirada que coloca en igualdad de importancia (o, al menos, de destino) los ecosistemas y el ser humano. Para actuar adecuadamente frente a los problemas ambientales debe orientarse la acción a tres niveles: institucional, social y personal. El primero considera los acuerdos y protocolos, además de la legislación, que servirán como referente obligado para marcar las actividades cotidianas y responder a determinadas situaciones. El social contempla la actuación de la sociedad civil, sus movimientos y organizaciones, y el tercero concierne al ciudadano. La educación ambiental se dirige hacia estos dos últimos, aunque también anima, en línea con lo comentado anteriormente, a la participación política, en el noble sentido aristotélico de implicación en la cuestiones colectivas que afectan a la comunidad.
El compromiso individual en materia de medio ambiente contempla una serie de actuaciones orientadas hacia la sostenibilidad que integran todas las áreas en que cada persona se desenvuelve: hogar, transporte, trabajo, ocio. Mas hay algo que a veces se olvida y que supone la primera lección en educación ambiental: el cuidado del entorno más próximo, aquél que depende en gran medida de nosotros mismos, es decir, nuestro propio cuerpo, y tras él, el ambiente donde habitualmente vivimos. Y aquí es donde la educación ambiental y la educación para la salud convergen.
Al igual que sucede con los valores (amor, respeto…), si no comienzan desde uno mismo es difícil que luego se proyecten hacia el exterior; así, el primer medio al que se debe cuidar y proteger es nuestro propio organismo. No fumar no es sólo una recomendación sanitaria, también es ambiental, tanto por lo que supone de contaminación de un espacio interior, como por el daño que nos hacemos a nosotros mismos. Y de la misma manera que en lo estrictamente ambiental elaboramos catálogos de buenas prácticas, también desde aquí convendría señalar los productos que llegan a nuestro entorno más próximo, vía aire, alimentos o agua, para que supiéramos rechazar lo que nos perjudica (sea a corto o largo plazo), mediante una posición crítica y objetora. Si en lo ambiental cuestionamos el consumismo, el transporte privado, el derroche energético…, con similares criterios debemos rechazar el tabaco, el alcohol, las drogas, el aire sucio, el agua contaminada, los alimentos desnaturalizados, etc., y todo ello bajo esa convergencia de perspectivas entre salud y ambiente, que quiere extender su mirada desde el cuidado personal al de todo el planeta.
En otras ocasiones veremos que la protección de la salud y del ambiente se complementan, como ocurre cuando analizamos el consumo de carne. Dietas muy ricas en este producto, no sólo no son aconsejables dietéticamente, sino que pueden fomentar la deforestación, incrementar las emisiones de gases invernadero, reducir la eficiencia energética y otros impactos ambientales. Y en cuanto a los productos de síntesis que conocemos como contaminantes ambientales, todos, finalmente, repercuten desfavorablemente sobre nuestra salud, en función de su composición y de los grupos receptores, especialmente los que conocemos como grupos de población vulnerable, es decir, niños, ancianos, personas con enfermedades crónicas o trabajadores laboralmente expuestos.
Precisamente, es ésta una vía mediante la que los trabajadores, habitualmente indiferentes hacia los impactos ambientales por ver en sus crítica un peligro para los puestos de trabajo, pueden comprender que las actividades contaminantes no favorecen a nadie, ni a las propias empresas, que deberán responder ante una legislación cada vez más exigente, y que reflejan la ineficiencia de sus procesos, ni a la población que sufre los efectos y que será cada vez más crítica frente a las actividades contaminantes, ni a los propios trabajadores que serán los primeros afectados. El puesto de trabajo no tiene valor por sí mismo sino sólo en la medida es que beneficioso socialmente. Y las actividades ambientales limpias, además de gozar de mejor imagen y simpatía por parte de la sociedad generan mucho más empleo que aquellas que no lo son y que se sitúan cada vez más en el pasado..
En síntesis, defender nuestros organismos es una posición alineada con la defensa del medio ambiente. Antes lo formulábamos al revés (aunque el contenido seguía siendo el mismo) y por ello lo ambiental nos quedaba más lejano y lo veíamos ajeno a nuestro acontecer diario. Considerar la salud como una riqueza que debe ser preservada y no sólo pasivamente, sino con buenas prácticas que contribuyan a fortalecerla, nos llevará a una toma de posición personal para rechazar aquellas que puedan perjudicarnos y que está en nuestras manos decidir. Cuando el asunto sea de mayor envergadura, habrá que implicarse personal, social e institucionalmente para que una determinada situación desaparezca o mejore, pero ahora con un nuevo enfoque. Decimos que la educación tiene componentes cognitivos y afectivos, y considerar la salud como referente principal, abunda en estos últimos. Y en la media en que la población lo comprenda y comparta, podremos avanzar con más firmeza y esperanza hacia un ser humano equilibrado en un entorno justo, sano y armonioso.