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El impacto de las nuevas tecnólogías en nuestra espiritualidad

Por Miki Vázquez.- Hace ya más de una década que los teléfonos móviles, algo más tarde también las tablets, llegaron a nuestras vidas para quedarse, para hacernos sentir más conectados en cualquier parte y a cualquier hora, para facilitar nuestras relaciones y tener miles de amigos en cualquier parte del globo. El mundo al alcance de nuestro dedo.

Los años han demostrado que la falta de un conocimiento previo sobre «el buen uso» de las nuevas tecnologías -fundamentalmente de los teléfonos inteligentes- han derivado en multitud de patologías psicosomáticas que afectan a buena parte de la población, con especial prevalencia en los adolescentes.

Estas útiles «herramientas» para hacernos la vida más sencilla y placentera se han tornado en elementos de distorsión de la realidad y de frustración permanente. Hemos generado una «obligación» de permanecer atentos a cualquier aviso, like o nuevo seguidor a cualquier hora del día (incluso de la noche). Estamos en un estado de permanente conectividad que nos impide descansar correctamente, no sólo con el trabajo que nos llevamos a casa vía móvil, también con el seguimiento de las redes sociales y esa creciente y alarmante necesidad de reconocimiento por parte de otros: «Necesito un like más que me suba la autoestima.» Demasiados estímulos que no hemos sabido afrontar eficientemente.

En el ámbito de los jóvenes, no somos capaces de encontrar alternativas atractivas para que los adolescentes no queden atrapados en ese océano inmenso de soledad y baja autoestima que provoca estar siempre conectado y -paradójicamente- no tener a nadie con quien compartir un problema o un duelo.

La primera cura, de emergencia, dar testimonio con nuestros actos. Un buen ejemplo es mejor que un sermón, sin duda. Después podemos recurrir al socorrido juego de las preguntas abiertas: ¿qué te aporta? ¿qué sensaciones tienes respecto al uso del móvil? ¿cómo te gustaría sentirte? ¿qué sabes que puedes hacer para sentirte así? Preguntemos a nuestros hijos, dediquemos tiempo -el recurso más valioso- y hagámoslo desde el amor, no funciona si nuestro punto de partida es desde el sacrificio de «tengo que hacerlo porque soy su padre» y, además, genera sentimientos de culpabilidad y baja autoestima en el menor.

La lucha será ardua, por momentos encarnizada, pero si perseveramos con el amor como bandera y -porque no decirlo- un poquito de disciplina, simplemente para marcar ciertos límites, obtendremos resultados sorprendentes que debemos apuntalar para futuros comportamientos adictivos.

 

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