Por Ramiro Calle.- La vida es un viaje insólito, un reto, un desafío, una maestra cuajada de paradojas, un trayecto que es impredecible e imprevisible, donde impera lo cotidiano, los eventos más o menos rutinarios, las inesperadas situaciones que tienen a desestabilizarnos, las influencias que nos arrebatan de nuestro centro y nos desquician. La vida es una suma de acontecimientos y circunstancias en el exterior y un cúmulo de impresiones, vivencias y reacciones emocionales en el interior.
Es como un limitado espacio de consciencia entre dos inmensidades, y, sin embargo, ni siquiera ese espacio o tránsito somos realmente conscientes, sino que la mayoría de las veces vivimos tan mecánicamente que la vida nos vive y somos como una hoja a merced del viento de las influencias externas y de las internas, zarandeados por toda clase de abruptas y automatizadas reacciones, inmersos en un circuito de hábitos psíquicos, asociaciones mentales, pautas y viejos patrones que nos limitan y le roban la frescura a la mente, Una mente vieja para situaciones que se renuevan; una mente acartonada para momentos que pueden vivirse con mayor intensidad y plenitud. Urge cambiar la mente, sacarla de sus petrificados esquemas, abrirla a la realidad inmediata y que sepa moverse fluidamente con los arabescos de la vida.
Al final, la vida es la mentora que nos ayuda a desarrollarnos y evolucionar conscientemente si tal es nuestra motivación. Por eso hay un elevado yoga que he venido en denominar desde hace años «el yoga de la vida cotidiana», consistente en utilizar la vida como una preciosa herramienta para el autoconocimiento y el autodesarrollo. Lo cotidiano se torna objeto de atención y ecuanimidad, aprendiendo a resolver las complicaciones sin añadir otras a las mismas, manteniendo la mente vigilante y serena a lo que se va viviendo y haciendo a cada instante, sin dejarse tanto arrastrar por memorias o inciertas expectativas que generan ansiedad, asumiendo los fracasados como método de aprendizaje y sabiendo digerir las frustraciones y convertir la relación humana en un escenario para aprender más sobre sí mismo y desarrollar autocontrol, compasión y humildad.
La vida cotidiana nos enseña a vernos, a poner a prueba nuestras capacidades, a escudriñar en nuestro ego e ir superando la auto importancia, frenando asimismo las inútiles quejas, los pusilánimes estados de ánimo y la expresión de emociones negativas. Cada momento cuenta; cada día se toma como el primero y el último; se ejercita uno en asir y soltar, tomar y dejar, superando las viejas heridas psicológicas y estrenando la mente a cada momento. Las pequeñas cosas se convierten en grandes cosas. Estando atento, uno desautomatiza, gana en vivacidad y como diría Kipling, se «llena el minuto de sesenta segundos». A menudo por mirar tan lejos uno no ve lo que está al lado; de tanto espectar, uno no conecta con lo que es a cada instante.
Hay una historia zen muy significativa. Maestro y discípulo están paseando por el campo. El discípulo dice:
– Maestro, ¿me puedes mostrar la verdad?
El mentor pregunta:
– ¿Escuchas el trino de los pájaros, sientes la brisa del aire, hueles el aroma de las flores?.
– Sí-responde el discípulo.
Y el maestro dice:
– Entonces no tengo verdad alguna que mostrarte.
Bud dijo: Conecta. Así cualquier momento recupera su esencia, cualquier circunstancia tiene su mensaje. La meditación se lleva a la vida cotidiana y se convierte en un arte de vivir. Aún en el desasosiego se puede mantener el sosiego, como en el centro del tornado hay un espacio de quietud. Preparar una taza de te o una ensalada se torna meditación; estar en la profundidad de una caricia o en la contemplación de un atardecer es meditación; el trabajo o el ocio son meditación.
A menudo les recuerdo a mis alumnos tras finalizar la clase de meditación que al salir comienza la meditación. Meditamos sentados para poder estar meditativos en la acción. La vida misma es una continuada práctica para progresar interiormente. No es necesario ir, porque ya estamos. Como reza el Dhammapada, «el que está atento está vivo, pero el que no es como si ya hubiera muerto». Las dificultades y contratiempos de la vida son inevitables, pero en el yoga de lo cotidiano se convierten en «choques» para despertar. Como dijo otro preceptor, «si no hay dificultades, tendremos que buscarlas». Pero inevitablemente vienen y podemos apoyarnos en ellas para ascender por la escalera hacia una consciencia más plena.