Por José Pazó Espinosa.- El hecho de ser animales nocturnos, ha hecho que los gatos se hayan visto desde la antigüedad como animales misteriosos, con poderes mágicos o sobrenaturales. Son los príncipes de las sombras, capaces de percibir lo que el ser humano no percibe, sutiles antenas de lo invisible e inaudible. Se les ha dotado de nueve vidas, lo que los convierte en maestros de la resurrección y, negros o blancos, han sido representantes de excelentes o siniestros augurios. Pero fútilmente ya que, para algunos, los gatos negros otorgan mala fortuna mientras que para otros, los irlandeses por ejemplo, un gato negro es indicio de buena suerte y felicidad. Los gatos son ambiguos hasta en su significado.
Por carácter, los gatos son sensuales, silenciosos, discretos, desapegados, ecuánimes, calmados e indolentes; pero también son seres de ojos entornados pero siempre alertas, flexibles pero eléctricos en sus reacciones. Son sabios y a la vez descreídos, y se reservan el entusiasmo para las simas de la contemplación del mundo. Para los egipcios, son mensajeros entre el más allá y el más acá. Los rusos, cuando se compran una nueva casa, encierran a un gato durante 24 horas, solo, para que ahuyente a los malos espíritus. Los poetas siempre han caído rendidos a sus encantos: Baudelaire los estudió y veneró, y los proclamó “amigos de la ciencia y la voluptuosidad”. T. S. Elliot les dedicó todo un libro de canciones. Natsume Soseki, el gran novelista japonés, convirtió a uno de ellos en el protagonista de una novela, “Soy un gato”, obra humorística y filosófica, más humana que muchas otras protagonizadas por hombres y mujeres.
Por su forma y su personalidad, los gatos son la perfecta representación del ánima humana. En las redes sociales, son auténticas estrellas. Las fotos más vistas y más queridas son de gatos. Para Ouspenskii, matemático y estudioso ruso de lo esotérico, autor de “La cuarta dimensión”, están conectados con el astral. Para cualquier observador cuidadoso, el gato es mujer y hombre a la vez, es un ser andrógino y esquivo. Es la perfecta alma del sabio. Quizá por eso, siempre que veo a Ramiro me acuerdo de Emile, su inseparable, querido y silencioso gato blanco. Y quizá por eso, cuando veo a Emile, siempre me acuerdo de Ramiro. El uno es el alma del otro, y viceversa. A veces me pregunto de qué remoto lugar vienen juntos, de qué antiguo tiempo, de qué estepa siberiana, de qué montaña tibetana, de qué enigmática ciudad asiática u occidental, de qué olvidado rincón de la memoria y del mundo. Porque ese gato blanco, que se relame los bigotes bajo el sol de la tarde que se pone sobre el Retiro madrileño es sin duda un yogui muy sabio; un derviche renunciante que prefiere ser alma de otro yogui a bailar él mismo.