Por Vladimir Gómez Carpio.- Hay una escultura que me resulta fascinante tanto por su valor estético como por su profundo significado. Se trata de la obra titulada “Expansión” de la californiana Paige Bradley.
Cuenta esta artista del bronce figurativo, que mientras concluía la escultura de una mujer meditando en posición de loto, dejó caer el molde al suelo, rompiéndose en varias piezas.
Después de reflexionar sobre lo sucedido Paige decidió dotar a su obra de un nuevo significado, mostrándola con sus fracturas e instalando un complejo sistema de iluminación interna que hace que la luz emerja a través de las fisuras. Queriendo mostrar de esta forma que, ante la destrucción, siempre existe una fuerza interna que permite la renovación.
Esta propuesta me recuerda otra expresión artística, esta vez japonesa, el kintsugi, la técnica nipona para arreglar fracturas en piezas de cerámica, empleando un barniz de resina mezclado con polvo de oro, plata o platino.
El kintsugi o kintsukuroi (carpintería de oro), como también se le conoce, es parte de una filosofía que plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y que deben mostrarse en lugar de ocultarse. Y hacerlo, además, para embellecer el objeto, poniendo de manifiesto el proceso de transformación que ha sufrido.
Cada una de las personas que está en un desarrollo espiritual y quizás todos y cada uno de nosotros lo estamos -aunque no siempre logremos verlo- se ha topado con el dolor y el sufrimiento en su camino. Con situaciones que, en cierta forma nos han roto, nos han agrietado, pues después de padecidas no volvemos nunca a ser los mismos.
La muerte de un ser querido, un fracaso profesional, un divorcio, ser forzados a desplazarnos a otro país, una enfermedad, un accidente o la pérdida del empleo, nos confrontan con nosotros mismos y nos sumen en una reflexión que puede ser breve o, por lo contrario, convertirse en toda una etapa de nuestra existencia.
¿Qué ocurre en esos casos?
Me gusta pensar que lo que realmente somos, nuestra esencia, vive oculta tras nuestra personalidad, escondida tras esa caparazón de mecanismos de defensa que nos hemos erigido para protegernos de peligros reales o imaginarios.
Hasta que, llegado un punto, nos identificamos con ella, creemos que somos eso y lo bautizamos como nuestro “yo”. Es en entonces cuando las crisis vienen en nuestro auxilio. Crisis que siempre son de tres tipos: de salud, de dinero y de amor.
Podemos sacar provecho de nuestras crisis dejando que nos rompan y que las fracturas que produzcan en nuestro ego permitan emerger la luz de nuestro Ser.
Y resaltarlas con el oro de la experiencia en lugar de disimularlas, pues ellas constituyen una señal inequívoca no solo de que hemos vivido, sino de que hemos reflexionado sobre lo vivido.
Mostrémonos vulnerables, atrevámonos a exhibir nuestras heridas y cicatrices. Al fin y al cabo, la vida es frágil y eso todo el mundo lo sabe. Y al hacerlo, quizás descubramos nuestra verdadera fuerza, esa que yace en nuestro interior.
Pongamos así la atención en el observador que contempla el devenir de nuestros días: nuestro Ser; nuestro verdadero yo.