Por Ramiro Calle.- Desde los tiempos más remotos, ha habido seres humanos que no se han resignado a las limitaciones de su mente ordinaria y han tratado de acceder a otros estadíos de consciencia más expansivos, luminosos y significativos, donde se pueden hallar respuestas a esos grandes interrogantes de la existencia que no puede responder el pensamiento ordinario. Así, el ser humano ha recurrido a determinadas gimnasias sagradas, a las danzas místicas capaces de absorber la mente en el Infinito, a las músicas que conectan con energías sublimes, a la meditación y a la recitación de fórmulas sacras, a la introspección y a determinados rituales secretos para aproximarse a lo Incondicionado. Entre estos métodos, se encuentran las danzas de los derviches giróvaros, que tratan de fundirse con el Universo y conectar con la energía que todo lo anima. En mi relato espiritual «LOS OJOS DEL CORAZÓN», uno de mis más sentidos, el protagonista explica:
«Con los brazos en cruz y la cabeza apenas ladeada, giraba una y otra vez sobre mí mismo. Giro tras giro, abandonaba la mente y sondeaba verdades insospechadas, naturalezas embiragadoras. Ante mí, la realidad se desmoronaba para dar a luz otra distinta donde las costumbres perdían su sentido, los conocimientos ordinarios se revelaban inútiles y los anhelos se fundían en uno solo: hallar el orígen, el principio de todo, el secreto del corazón».
El derviche gira y gira sin cesar, para trascender la mente ordinaria y convertirse, más allá del ego, en uno con el Cosmos, como la ola lo es con el océano. En esa borrachera cósmica, no hay ni «tú» ni «yo», ni «esto» ni «aquello», porque todo es el Uno. Como declarba el gran místico sufí Rumí:
«Solo desde el corazón podemos tocar el cielo. Escruté en mi corazon y en ese lugar Lo vi, no estaba en ningún otro sitio».
Ramiro Calle