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¡¡Hasta que por fin lloré!!

Por Nana Gálvez.- Cuando mi papá murió, no lloré. Creo que mi cerebro y corazón no hicieron clic en registrar su muerte, por ende la tristeza no podía tomar forma de lágrima.

En el último año antes de su muerte (1991) había ido muy seguido a la clínica Santa Lucía en San Borja (distrito de Lima, Perú) acompañando a mi mamá a llevar a mi papá a sus chequeos. También recuerdo haber estado sentada en la salita de la clínica haciendo mis tareas y estudiando el vocabulario de alemán mientras mi papá estaba siendo revisado en su cuarto por los médicos. Recuerdo el piso blanco con baldosas celestes, olor a alcohol y desinfectante. Recuerdo que mis tías grandes y todos me agarraban la cara con cariño porque ellas sabían que mi papá se iba a morir. Yo, aún guardaba esperanzas de que no.

La noche que me enteré que había muerto, yo estaba viendo tele en el cuarto de mis papás. Estaba echada en su lado de la cama. De repente, la puerta del baño que estaba cerrada y que daba frente a mí, se abrió de la nada botando su bata al suelo. Rara señal. Algo ha pasado con mi pá pensé y al toque bloqueé esa idea sacudiendo la cabeza frente a la tele.

Exactamente eso pasó. Mi mamá llegó a la casa anunciándome que mi papá acababa de morir. El ambiente me sonó a pito de monitor cardíaco y al sonido cuando estás dentro del agua. Aunque no me desmayé ni nada, no recuerdo más.

Pasaron veintidós años de su muerte y desde aquella vez, jamás volví a entrar a la clínica Santa Lucía. Además, la clínica ya no era la de antes: casi abandonada, nunca tuve necesidad de volver allí. Nunca más hasta hace 1 año. Aquella vez un dermatólogo me hizo una interconsulta y me dio dos opciones: o iba hasta su consultorio en Miraflores o me atendía en su consultorio de la clínica Santa Lucía. Elegí la segunda opción porque me quedaba a un paso.

Yo siempre creí superada la muerte de mi papá y jamás reparé en recuerdo alguno sobre su estadía en la clínica. Tenía borrado eso de mi mente hasta que ingresé después de veintidós años. Apenas crucé el umbral de la puerta, vi mi reflejo en los espejos de la recepción, y me vi con el uniforme del colegio, con mi lonchera y mi mochila colgada de un solo hombro. Vi a una niña de 12 años preocupada porque su papá no se muera. El piso estaba idéntico, el ambiente olía igual que hace 22 años, era el olor a mi dolor, a mi angustia de aquella época, a mi coraza de optimismo para que no suceda lo inevitable. De pronto sentí que el ambiente en sí, me devoraba, me aplastaban las paredes, el suelo, todo. Huí. Salí de ahí llorando, todos me miraban, yo sólo escapé de aquél lugar lo más rápido que pude. Llamé al médico disculpándome de no poder asistir a su consulta y no regresé más. Arranqué mi auto y manejé hasta mi casa llorando como no lo hice nunca cuando él murió. Fue liberador. Por primera vez sentí que el dolor contenido se iba de mi, me sentí liberada de un peso que ni siquiera era consciente que cargaba.

Un par de años después cuando ya estaba inmersa en este camino de aprendizaje espiritual y universal, comprendí cuánto daño nos hacemos a nosotros mismos reprimiendo y hasta anulando la posibilidad maravillosa y tremendamente sanadora de llorar. Y sobre todo, de llorar a tiempo.  A lo largo de mi práctica como terapeuta y consultante he visto tantos casos de gente (hombres sobre todo, debo decir, en mi experiencia) que se reprimen en llorar, crecemos con la falsa creencia impuesta de que llorar es debilidad, que llorar avergüenza, que llorar no sirve. Cosa más falsa. Llorar te libera y acá repiteré un famoso dicho que reza: “llorar te limpia el alma”, te enjuaga la pena y te ayuda a enfrentarte con eso que te ha herido el alma con el propósito de que sanes.

Veo muchas personas que ni bien terminan una relación sentimental que a leguas se nota que les ha dolido –y les sigue doliendo- empalman casi inmediatamente con otra relación.  Suponen, erróneamente, que escondiendo y maquillando el dolor natural que te deja una pérdida superan el sufrimiento pero lo único que hacen es retener una bomba interna que tarde o temprano explotará en forma de ira, depresión, frustración o enfermedad jugando en contra de ellos mismos.

Llorar, ayuda a que seas consciente de tu dolor, de abrazar tu dolor, de vivirlo para que a través de eso sientas –y agradezcas- que estás vivo porque si te duele, es porque tienes un alma, es porque estás vivo y tendrás la fuerza para superar eso!  Llorar te ayuda a superar. Pero ojo, hablo del llanto sincero, del llanto natural que se desprende, en este caso, de un dolor emocional al que, desde luego, le seguirá la aceptación, la fortaleza y el crecimiento como ser humano.

 

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