Por Daniel Hernández García.- Estamos rodeados de constantes ruidos. Gritos en la calle, sonidos de cláxones impacientes, ambulancias que florecen nuestros miedos, máquinas desbocadas para la construcción imposible y ladridos de animales asustados.
El día a día del ser humano y del mundo que le rodea. Todo ese ruido es la puerta al consumo de medicamentos para aplacar nuestras ansiedades y poder seguir «viviendo» a costa de pagar un gran precio mañana. Adicciones descontroladas, violencia en las calles, pasiones exacerbadas y un largo etcétera que engorda nuestro ego.
Podríamos dejar que siguiera corriendo el reloj de la humanidad y acortar el cataclismo, abriendo paso al demonio de la misantropía. Seguramente se nos habrá pasado más de una vez por la cabeza, creer que sería lo más justo para nosotros, teniendo en cuenta la maldad que somos capaces de hacer.
Sin embargo, el silencio siempre esta dispuesto a acogernos con sus cálidos brazos. Es la belleza de las ciudades en calma, de las playas en invierno, de los días con lluvia interminable. Es la fundición de los cuerpos que se aman, ahí en silencio, sin mirar el tiempo ni pensar en nada.
Son las mañanas en primavera que embellecen los pájaros con sus cantos y la brisa que nos roza al abrir la ventana al alba. Es cerrar los ojos y dejar correr los pensamientos como si un tronco cayera rio abajo, sin importar ni el ayer ni el mañana. Es el refugio de nuestra conciencia, la luz que embellece nuestro corazón y nos recuerda nuestra unión divina.
Es la nada en su verdadero significado. No es el forzar el no-ruido. Son los ojos de la inocencia que abre paso a nueva vida. Es la medicina que cura nuestros miedos, ansiedades y tristezas, recordándonos la importancia de vivir plenamente nuestra vida. Es el ahora, nada más.
Es la belleza del silencio.