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La educación está viva

Por Elene Chopitea.- Cada niño es diferente y necesita que sus adultos de referencia centremos la mirada de manera profunda en el ser que tenemos delante.
Para ello los adultos antes hemos de ser capaces de adentrarnos en nosotros mismos y conocernos bien. Sólo de esta manera podremos conectar con el niño y percibir qué necesita en cada momento.
Ser adultos conectados y presentes es un proceso constante…

La semilla tiene dentro toda la información de lo que necesita para poder desarrollarse, sabe cuándo dar cada paso para manifestar su potencial. Esto nos resulta sencillo de asumir y aceptamos fácilmente que la semilla tiene su proceso, dejándola avanzar a su ritmo.
Traslademos esto mismo a la infancia… Cada niño nace ya con su propio plan interno. Sabe en qué momento tiene que ir desplegando cada una de sus capacidades; sabe interiormente qué pasos tiene que dar, es algo natural.
Tanto la semilla como el niño son manifestación pura de la Vida, no pueden dejar de saber y realizar su plan interno.
Sin embargo, la aceptación que tenemos en el proceso de la semilla no nos resulta tan fácil con el niño. Muchas veces queremos controlar la evolución de los procesos en la infancia, incluso pensamos que esta evolución es el resultado nuestras intervenciones…

Cuestionemos esto…
¿Habitualmente le digo al niño lo que tiene que hacer sin percibir si es lo que él realmente está sintiendo?…Cuando creo que algo es ‘bueno’ para él, ¿se lo impongo?…¿Son necesidades que están realmente en el niño o son mis propias necesidades?…

¿Cuál es nuestro papel como adultos que acompañamos?
En mi opinión, el de ofrecer un entorno que pueda garantizar el desarrollo de las capacidades naturales de cada niño en el momento que éste lo sienta.
Así como a la semilla le ofrecemos agua, sol y nutrientes, brindemos al niño lo que en cada momento precise, para que él pueda nutrirse del entorno y florecer.
Para ello tenemos que observar mucho, muchísimo, sólo así desarrollaremos sensibilidad para captar las señales que el niño nos manda. Vincularnos con él.
Limitarnos a estar en nuestro lugar de guía, de observador, de apoyo…
Y sobre todo aumentar nuestra confianza en el plan interno de cada niño.

Para avanzar por este camino es esencial que los adultos nos adentremos en nosotros mismos, porque cuando recibimos a un niño lo hacemos con todo el bagaje de experiencias que hemos tenido a lo largo de nuestra vida, con la propia educación recibida, con necesidades que fueron más o menos escuchadas…

Siendo conscientes de nuestra historia personal y de lo que nos pasa por dentro, podemos dar presencia al niño. Estar presentes en el aquí y ahora con él, con todo lo que surja. Sin pretender controlar.
Así, damos nuestra esencia, somos auténticos.
Desde el respeto hacia nosotros mismos y hacia el niño, le invitamos a que sea como es, a que brote de él todo su potencial.

Autoindagación y apertura. Escuchando, qué me pasa a mí, qué le pasa a él. Esto tiene una parte de innato pero mucho ha de ser cultivado. Autoobservarnos, conocernos, hacernos conscientes de si estamos siendo nosotros mismos, o si se nos están activando mecanismos automáticos.
Es frecuente, cuando nos relacionamos con niños, hacen repetir patrones socialmente aceptados pero no profundamente cuestionados y que no ponen el foco en la infancia, sino en lo que es ‘correcto’ o en lo que se ‘debe hacer’ o en cualquier necesidad de adultos que no ven al niño… Esto confunde profundamente al niño.
El niño siempre necesita ser visto con el corazón y ser amado incondicionalmente.

¿Cómo podemos aplicar esto en la vida real?
Un abordaje de la educación libre… Ofrezcamos a los niños posibilidades de movimiento independiente, de expresión de su propia creatividad y de juego autónomo.

Hay grandes conquistas que el niño necesita realizar en los primeros años de vida para pasar de la completa dependencia a la autonomía. Pero no caigamos en el error de pensar que poder actuar y expresarse libremente implica ausencia de límites. Precisamente el niño vinculado necesita de la contención que le dan los límites del adulto, los necesita para sentirse acogido. Se trata de permitir el nivel de autonomía adaptado a su etapa de desarrollo, desde el vínculo.

Existe un paralelismo entre el desarrollo motriz y el emocional.
Es al tener un vínculo estable como referencia, como el niño puede iniciar el proceso de separación emocional.
Un niño que sabe que el vínculo lo sustenta, se sentirá capaz de empezar a alejarse de ese núcleo para explorar. Esto también se conoce como apego seguro.
Al igual que un escalador de montaña, el niño que tiene un buen “campo base” se atreve a ir, a explorar, porque sabe que si las situaciones ambientales se complican puede volver al lugar seguro.
Esto es el vínculo. “Voy hacia el mundo si tengo una base segura, un adulto que me garantiza respuesta a mis necesidades esenciales”.

Por ello, insisto, la autonomía tiene que ser un proceso deseado, partir de la iniciativa del niño.
Autonomía como iniciativa propia es muy diferente de adiestramiento y obediencia.
Y esto tiene relación directa con la autoestima, con sentirse una persona capaz.
El deseo de accionar, de hacer algo por sí mismo; el ver que puede hacerlo y que además el adulto que le acompaña le transmite la confianza de que es capaz.

Algunas pistas más para acompañar…

Permitir el movimiento libre sin interferencia de los adultos. No llevar al niño a posiciones que no ha sido capaz todavía de alcanzar por sí mismo: sentarse, caminar,…
Olvidarnos del ‘¿ya camina?’ o ‘¿todavía no camina?’, sino ver toda la evolución y todas las posturas y exploraciones intermedias que el niño está alcanzando. Igualmente incoherente es la comparación entre los procesos de diferentes niños. Sería absurdo ya de adultos, decirle a alguien ‘yo caminé a los 13 meses ¿a qué edad caminaste tú?’…

Fomentar el juego libre y la creatividad. El juego es algo que debe partir de un deseo propio. Nuestra intervención no es conducirlo ni controlarlo, sino sencillamente poner las opciones de materiales y generar propuestas estimulantes para que cada niño vea cuáles son sus deseos y sus ganas de explorar.
A través del juego se da el aprendizaje. Si el niño no lo desea, si no es su momento, simplemente el aprendizaje no se da.
Y una vez más nuestro papel será observar. A través del juego, el niño nos dice qué necesita, qué le gusta,… Y observándole en el juego le mostramos que hay una relación afectiva de calidad, le decimos que le estamos viendo y que nos importa saber quién es. No necesita la intervención del adulto respecto al juego, sino respecto a él como ser único.

Realizar contacto de respeto y de calidad. ¿Cómo accedemos al cuerpo del niño? Muchas veces interactuamos de manera poco respetuosa por el solo hecho de ser un niño.
Informarle verbalmente de lo que le vamos a hacer “te voy a quitar la ropa“ “te voy a cambiar el pañal” “ahora necesito que me ayudes…”.
Y no tener prisa, olvidar el reloj. El niño siempre nos muestra cuándo es su momento para la interacción.

En el día a día existen violencias muy sutiles en cómo tratamos el cuerpo pequeño, que no nos pertenece. Aprendamos a tener sensibilidad y respeto por su cuerpo y por sus tiempos.
Esto le ayuda a tomar de conciencia de sí mismo, pues está aprendiendo que es alguien diferente y que tiene voluntad propia. Se permitirá tener sus propios gustos y hacer respetar sus limites.
Al sentirse respetado, podrá respetar.

La educación está viva. No hay correcto o incorrecto, deshagámonos de los prejuicios.
Como adultos al cuidado, desarrollemos la sensibilidad para percibir las necesidades del niño en cada momento. ¿Qué está pidiendo de mí este ser único? Eso será lo adecuado.
Lo que un niño más necesita es sentirse visto, con sus necesidades propias. Así puede generar vínculo y tener seguridad para crecer a su manera, absolutamente única.

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