Por María Paz Tenorio.- La felicidad es la máxima aspiración de todo ser humano. En nuestra cultura perfilamos la felicidad con el afán de conseguir objetivos, posesiones, diversión o placer, sin embargo eso nos sitúa en las antípodas de su verdadero significado. Se trata de emociones agradables, pero superficiales y efímeras. No obstante, es esta nueva definición, llamada bienestar, la que ha sustituido su verdadero sentido. Es, pues, un sucedáneo que no logra satisfacernos plenamente, aunque nos dejamos llevar por sus tentaciones. Nuestro mundo exterior se llena de comodidades cada vez más atractivas y sofisticadas, que funcionan como anclajes engañosos a lo sensorial y olvidando ese ámbito trascendental tan poderoso que poseemos.
La verdadera felicidad radica en la experiencia subjetiva de encontrarse en paz consigo mismo, en la profundidad de nuestro ser. Para acceder a ella, hemos de despertar, tener fe, buscar esa conexión profunda con nuestra esencia, purificar nuestros pensamientos y nuestra consciencia y superar el ego. Es una tarea difícil de llevar a cabo, hallar la felicidad dentro de uno mismo, pero es imposible encontrarla fuera.
Por eso, la acción requiere un desapego, debido a que se sitúa en un nivel más profundo, auténtico y duradero. Así, el confundir los estímulos placenteros con la auténtica dicha no libera del sufrimiento, de los deseos, ni del apego. El júbilo más veraz abandona esos rasgos más superficiales, para ubicarse en la libertad verdadera. Ese es el secreto.
Al actuar bajo los parámetros del amor, entramos en el reino de la plenitud, porque vivimos el presente, aceptamos todo cuanto acontece con alegría y llenamos nuestras acciones de consciencia. Con esto, vemos que la felicidad hunde sus cimientos en un terreno profundo, sólido y fuerte. Si al contrario, se torna endeble, podemos deducir que no es tal, ya que la auténtica es imperturbable. Ninguna situación, persona o acontecimiento tiene el poder de arrebatarnos la dicha sin nuestro consentimiento. De ahí que nuestra actitud sea la clave.
De esto podemos deducir que mientras la cultura nos enseña a buscar la felicidad fuera de nosotros: consumiendo, viajando, comiendo, bebiendo, saliendo, divirtiéndonos, siguiendo modas, la espiritualidad lo hace desde otra óptica bien distinta. Este enfoque se centra en la aceptación y en el fluir con la vida, sin resistencias ni quejas, comprendiendo que todo lo que pasa es perfecto y necesario, y poniendo consciencia y amor en nuestros actos.
De esta manera, podríamos definir la felicidad como la capacidad de armonizar todos los elementos a nuestro alcance, igual que hace la naturaleza a través de sus ciclos. Por esa razón, y partiendo siempre de esta profunda perspectiva, la felicidad estaría en aceptar, fluir y disfrutar de ese rol que nos ha otorgado la vida y de esas circunstancias de las cuales hemos de llevarnos aprendizajes para nuestra propia evolución.
Esta aceptación vendría de la mano de la comprensión y del amor, ya que no es posible ser feliz sin amor. Amor a todo y a todos para, a partir de ahí, llegar a nosotros mismos. Así, la dicha radica en llevar a cabo una vida con sentido, plenitud y sabiduría, lo que se traduce en un alto estado vibracional.