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La naturaleza, maestra de vida

Por M Paz Tenorio.- El modelo y la guía que acoge todas las respuestas a nuestros interrogantes vitales lo fija la naturaleza. Es en la sencillez donde hallamos los auténticos valores de la vida, puesto que lo más humilde es lo más extraordinario.

Nuestro vivir actual, velado por el grueso tapiz de la ignorancia, se mantiene lejos de las enseñanzas de la naturaleza, lo que resulta un grave error, puesto que la reconciliación con ella es ineludible en el proceso de crecimiento y evolución como seres humanos.

Además de ser el marco que contiene la vida, el locus amoenus donde  la persona puede desarrollar sus potenciales y crecer entre sus dones en forma de alimento, aire, agua y luz, la naturaleza entrega lo necesario para nutrir nuestro actuar en el día a día; para llevar a cabo un vivir consciente, verdadero y despierto; para hacer de cada situación algo sublime, sagrado e irrepetible: nuestra propia obra de arte. Así, ella nos revela cuanto buscamos. Solo hay que salir al campo y observar cómo fluye todo en sintonía y orden perfecto.

De esta manera, nuestro medio natural se muestra como un libro ilustrado, un gran manual del que tenemos que entresacar enseñanzas, siguiendo su patrón. Por ello, es necesario saberlo leer, traducido este leer en observar y en actuar como ella.

Así, exponiendo algunos ejemplos, traigo a colación el amanecer o la aurora, que nos habla del despertar consciente, tras una noche de oscuridad. Asimismo, en el árbol vislumbramos dos realidades: una visible, representada por el tronco, las ramas o las hojas, y otra invisible, simbolizada por la raíz, la más importante porque es la que sustenta a la parte tangible. Siguiendo las analogías, el río ejemplifica el recorrido de la propia vida, a la vez que la representación de la perseverancia y la constancia, como herramientas para modelar las rocas más duras. De la misma forma, la lluvia que recogen las montañas para después ofrecerla a los valles es un símil de las buenas intenciones y bendiciones que muchas personas de corazón limpio derraman para que los demás florezcan.

Sin embargo, el milagro de la creación ha sido ignorado en pos de atractivos artefactos que inundan el mundo actual. Nos hemos alejado del espíritu que opera en la naturaleza y, en lugar de trabajar bajo un espíritu de cooperación y armonía con ella, nos hemos puesto en su contra.

Este estilo de vida en que estamos inmersos se traduce en un comportamiento desvirtuado y alejado de la esencia primigenia. Podemos observar que nuestras grandes ciudades no son para un vivir elevado, ni para mantener el contacto armónico con el medio. La vida urbana no concuerda con los ritmos vitales de nuestros órganos, donde el descanso, el sosiego y el recogimiento son ignorados por el ajetreo, los estimulantes y las luces artificiales de la noche, que intentan prolongar la actividad física hasta la extenuación. Desde esta visión miope no se alcanza más allá de la distancia que separa la otra acera de una calle y, lamentablemente, el horizonte, los valles y montañas lejanas quedan veladas por edificios y estructuras. En este lugar, la sinfonía de la eternidad se sustituye por el encasillamiento inflexible de los horarios, las agendas y el imperio del reloj. Allí nadie puede apreciar el perfume de las flores, ya que el combustible y el asfalto lo han invadido todo.

Aparte de hacer oídos sordos a la naturaleza, la estamos destruyendo: el ruido atronador de la urbe ha borrado el canto del viento o el trinar de los pájaros. En muchas ocasiones, las zonas industriales han envenenado el ecosistema, creando desasosiego y tribulación en las débiles criaturas que allí intentan sobreponerse.

Este hábitat se torna insoportable para un alma consciente, deseosa de profundizar en los encantos de la existencia, expectante por conocer los secretos que encierra la verdad y respetando sus códigos.

Como único ser con inteligencia superior a los demás congéneres, el ser humano tiene la capacidad de dar sentido al mundo por el conocimiento y la contemplación. Por eso tiene la responsabilidad de vivir de acuerdo a su entorno, cuidándolo y aprovechando sus recursos y no explotándolo o destruyéndolo. Pero se nos olvida que somos inquilinos y no amos de este prodigio que, igual que fue legado por nuestros antepasados, lo hemos de entregar a las generaciones futuras.

El respeto es la base fundamental de esta reflexión. Todas y cada una de las criaturas que integran el mundo tienen una importancia insustituible dentro del gran engranaje: unos seres se apoyan en otros para conservar el equilibrio perfecto.

Sin embargo, insistimos en la desarmonía con el medio hasta topar con la consecuencia ineludible de una de las leyes que rigen el universo: lo que siembras recoges.

De esta forma, todo el daño que hemos venido infringiendo a la Madre Naturaleza lo podemos contabilizar en desórdenes medioambientales, lo que deja evidencias de que éste no es el mejor camino para caminar junto al progreso.

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