Por José Antonio Hoyos Castañeda.- La vista molesta, trastorna, deforma, interrumpe, se interpone. Por eso cerramos los ojos cuando escuchamos un suave murmullo, cuando paladeamos un manjar o cuando hacemos el amor. Necesitamos dejar de ver para sentir las caricias del sonido, los aromas de nuestro deleite y la visita a otro cuerpo. Nos cubrimos de ceguera en los momentos culminantes para poder agarrar la realidad sin forma.
La imagen es un sucedáneo grosero, una foto de la irrealidad, un engaño mercadeable en el rastrillo de lo mundano, una ilusión de lo sublime que lo sublime no soporta. La vista, la reina de los sentidos, es una impostora, una princesa-sapo besada por la negación, una ventana con vistas a un muro. Ella es falsa, y su corte de sentidos una horda de ladrones de la verdad.
El cuerpo es un almacén de futuros, y cada futuro es sólo un recuerdo aburrido en una sala de espera circular. El tiempo que percibimos es pura vulgaridad y lo de que no hay tiempo no es una broma, ni una manera de hablar, ni una forma de optimismo para animar a la gente a tener paciencia. Lo de que no hay tiempo es literal, como literal y paradójico es que tengamos que esperar para darnos cuenta.
La pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino si la hay antes. Esto que llamamos vida es en realidad un soñar porque la vida de verdad no es una casa pobre con cinco ventanucos que dan a un seco pedregal, sino un soberbio y atemporal Tac Mahal de cristal que flota como un nenúfar en medio del mar.