Por Ramiro Calle.- Nací cuando ella tenía diecisiete años. Tan corta diferencia de edad hizo que siempre me tomaran por su hermano menor y que hubiera entre nosotros una inmensa amistad y una gran confidencialidad y complicidad. Se llamaba María del Mar, hija de escritores y una lectora empedernida, que desde que fui muy niño puso en mis manos las obras de Victor Hugo, Emile Zola, Stefan Zweig, Blasco Ibañez, Juan Ramón Jimenez y tantos otros grandes escritores.
Era de una exquisita sensibilidad y una mujer sumamente avanzada para su época, como lo fueran George Sand, Lou Andrea Salomé, Colette o Alexandra David-Neel (y a las que me recomendó leer en profundidad). Todos los días hablábamos durante muchas horas y ella fue la primera persona en interesarme por Oriente, en apoyarme en mis investigaciones sobre esoterismo, espiritualidad, psicología de las profundidades, mística y enseñanzas para la realización de sí. Fue mi primera gurú, mi gran mentora y su nombre, Mar, se convirtió ya en un mantra para mí desde la primera infancia. Me habló de tierras lejanas y exóticas, me recitó poesías de los más destacados poetas, me alentó y confortó en mis momentos de gran zozobra anímica o de inmensa soledad existencial, me regaló libros de Unamuno, de Lamartine, Pierre Loti y Théophile Gautier.
Fue una de las primeras alumnas de un mentor hindú de yoga que se afincó en las afueras de Madrid a dar clases de hatha-yoga y ella me animó a que yo las recibiera tambiem. Juntos descubrimos a Ramakrihna y a Vivekanda. Nos adentramos en las enseñanzas de los grandes ocultistas como Eliphas Leví o Stanislas de Guaita; incursionamos en sociedades secretas e iniciáticas; conocimos juntos toda clase de personajes inteeresados por el arte, las ciencias ocultas, las corrientes inciáticas y las místicas de Oriente y de Occidente.
Incondicionalmente me apoyó cuando Almudena Hauríe y yo abrimos el centro de yoga Shadak y fue una entusiasta practicante en mis clases, teniendo yo la osadía de enseñar a mi gurú. Me acompañó en mi segundo viaje a la India, en un recorrido larguísimo y extenuante. Como una condescendiente gurú que comprende, pero no enjuicia, las debilidades de su discípulo, demostró conmigo una paciencia infinita y una indulgencia que me hace recordar aquella frase de Borges: «Lo único que le pido a una mujer es indulgencia y ternura, pero sobre todo indulgencia».
Cuando enfermó de extrema gravedad, jamás se quejó ni una sola vez a lo largo de los meses que duró la brutal enfermedad y tan solo deseaba que acabara aquel tormento, no por ella, sino por no estar angustiando a sus tres hijos. Una maestra en la vida, una maestra en la enfermedad, una maestra en la muerte. Dias antes de morir, le pregunté si temía la muerte y con una serenidad impresionante me dijo que nó, que nunca la había temido. Ambos habíamos sentido siempre una inclinación poderosa hacia la figura de Buda, el Despierto, que perdió su madre al nacer.
Era una gran guerrera espiritual y, para mí, la Diosa de la Aurora, que con sus rayos de luz disipa las tinieblas de la noche e ilumina el corazon
Ramiro Calle