Por Damián Daga.- La crispación y el estrés son algo común al ser humano, aunque todos sabemos bien lo antinaturales y dañinos que son.
Vivimos en un mundo de confrontación constante, donde no se produce un verdadero diálogo porque cada cual expone sus puntos de vista sin escuchar, tener en cuenta, valorar… -o, en el mejor y menos común de los casos, comprender realmente- los ajenos. Nos negamos a ponernos en el lugar del otro y eso se debe a que no lo consideramos nuestro «igual».
Vivimos en una constante división, todo nos resulta «externo», «ajeno», estamos alienados, culpando siempre a los demás de lo que nos ocurre. Esa es la fuerza del Ego y del velo de ilusión que ha creado ante nuestros ojos.
Es tan fácil construir muros… Son, desgraciadamente, el símbolo de nuestra época -al igual que en los oscuros días del Medievo-. Muros que separan naciones, razas, religiones, ideas… «Muros de Lamentaciones» y «Muros Lamentables».
¡Qué difícil es, sin embargo, construir puentes! ¿Qué mejor símbolo de verdadera unidad, basada en la intención de las partes de entenderse? Para que esa unidad sea real debe haber el más sincero diálogo -¡ojo! No he dicho «debate», sino «diálogo»-. Pues, donde no hay diálogo, hay coacción y esa unidad -no basada en el amor y, por tanto, contando con la voluntad de todos; sino en el miedo y, por tanto, contando únicamente con la voluntad de la parte «más fuerte»- es ficticia y dañina, es una forma de dominación, subyugación, sobre la parte «más débil», a la que se mantiene convenientemente callada, mientras la parte «fuerte» brama y ordena, sin el menor respeto a la otra parte, a la que considera su esclava. Un puente debe ser entre «iguales»; si no, sus pilares quiebran. Por ello, el diálogo debe nacer de la conciencia. Es entonces cuando la perspectiva cambia, porque cambia la visión -de uno mismo y, por tanto, del otro-.