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Nuestra fascinación por los arquetipos

Por Damián Daga.- Durante la mayor parte de nuestra vida, nuestra actividad mental se basa en el aprendizaje, basado en factores como: la experiencia, la imitación y –en menor medida– la creatividad y la intuición.

Para aprender a base de imitación, nos basamos en ejemplos, ya sean «experiencias ajenas», ya sean «arquetipos».

En el sentido de los arquetipos, todos somos fans, idólatras, glorificadores y creadores de mitos.

En nuestro culto materialista, glorificamos épocas, lugares, sistemas, personas, ideas o símbolos; haciendo constante e involuntariamente un trabajo a la inversa: el de «materializar lo divino», en lugar de «espiritualizar la materia».

Nada escapa a la ejemplificación, al etiquetado, al análisis, para la limitada y limitante comprensión humana, basada en la experiencia física, tridimensional, donde existen tiempo y espacio, donde hay principio y fin para todo lo que conocemos.

Padecemos de la sempiterna necesidad de «conocer» (que no de «saber»), de traer lo abstracto desde el «plano de las causas» al «plano de los efectos», donde todo se comprueba, se mide, se calibra…  pero pocas veces se experiencia, se vive «en carne propia». Así, nada tiene que ver el resultado con los hechos que lo causaron.

Llegados a este punto, comprobamos el sentido de «las modas», «los cultos», «las costumbres»… Nuestros condicionantes, que crean nuestra realidad mundana.

Lo más saludable sería deshacernos de todos nuestros condicionantes –nuestros sistemas de creencias, tópicos, ideas preconcebidas… o sea, nuestro Ego– para, con una mente limpia y controlada por la intuición, alcanzar nuestra verdadera meta: NUESTRA CONSCIENCIA DE SER, NUESTRO YO SUPERIOR. Es una ardua tarea que puede llevarnos toda la vida, pero es hermosa porque está colmada de satisfacciones, vivenciamos cada pequeño progreso como un gran regalo.

Mientras tanto, hagamos algo práctico con nuestros arquetipos: usemos la lógica, hagamos «autocoaching» –llegaremos a conclusiones maravillosamente esclarecedoras que revolucionarán nuestra vida, cambiando totalmente nuestra percepción del mundo–: Meditemos sobre aquellas personas, lugares, épocas… lo que sea que usemos como arquetipos. Preguntémonos por qué lo son para nosotros en particular y para el resto de la gente en general. ¿Qué los hace únicos, diferentes, superiores? ¿Lo son realmente?

Quizás descubramos, en primer lugar, que nuestros «ejemplos» son imperfectos, una vez se bajan del pedestal, y, en segundo lugar, que ellos también tuvieron «ejemplos». Quedémonos pues con las cualidades que los hicieron grandes.

Para mí las mayores cualidades son las que manifiestan el verdadero Amor: la sabiduría, la compasión, la generosidad, el respeto, la ecuanimidad, la equidad, la justicia, la verdad, la demostración honesta, humilde y comedida de nuestras virtudes, dones y talentos (recordemos la parábola de «los Talentos»); la sincera muestra de afecto y comprensión… La gente que tiene todo eso naturalmente, no necesita «lucirse» artificialmente. Su aura es tan pura, tan especial, que les hace brillar con fuerza, es imposible que pasen inadvertidos, son como la luz en medio de la oscuridad.

Así, los arquetipos, bien entendidos, pueden hacernos crecer, nos servirán para vernos a nosotros mismos «en tercera persona», con nuestras propias virtudes y defectos, con nuestras limitaciones, que solamente existen si nosotros nos las imponemos.

Tras esto, seamos también nosotros arquetipos correctos, positivos, para los demás; seamos los ejemplos adecuados, mostrando nuestra verdadera esencia. Hagamos que los «medios» no dejen de ser eso para transformarse en «fines». El único fin verdadero somos nosotros mismos en nuestro estado más puro y auténtico.

 

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