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Ser humano: ¿naturaleza o cultura?

Por Federico Velázquez de Castro González.- El origen filogenético del ser humano es sobradamente conocido. Aunque todavía permanezcan eslabones perdidos, el género Homo se engloba dentro de los primates, con alguna de cuyas especies compartimos más del 99% del código genético. Los humanos desarrollamos una fisiología, como el resto de los seres vivos, participando del aire, el agua, los alimentos…, a través de los que todos obtenemos energía. Asimismo, mantenemos instintos (conservación, sexual, maternal), aunque nuestra agudeza sensorial esté notablemente disminuida.

Sin embargo, esta pequeña porción diferenciada en nuestros genes, ha hecho del ser humano una especie diferente. Más allá del cerebro reptiliano y límbico, poseemos un córtex en el que se asientan los rasgos que mejor nos definen. Entre ellos, el desarrollo de la cultura, es decir, la comprensión e interpretación del mundo a nuestro alrededor y el desarrollo de instrumentos con los que mejorarlo. Paralelamente, el surgimiento de una ética, cada vez más elaborada, resumida finalmente en tratar a los demás como te gustaría que lo hicieran contigo, fue definiendo los ejes de nuestra convivencia, ya que una de nuestras grandes novedades fue romper con las leyes biológicas de la selección natural, en su sentido más restrictivo, dejando aparecer valores, como la compasión, para encargarnos de nuestros semejantes más desfavorecidos.

Gozamos de una libertad desconocida por el resto de las especies. Podemos regular nuestras necesidades y organizar nuestra vida bajo criterios personales. Estamos libres del estro (periodo de celo), lo que facilita el encuentro sexual en cualquier momento deseado. Transmitimos un conocimiento cada vez más complejo (y no sólo las habilidades básicas), y descubrimos el arte y la belleza como expresiones del ser profundo que se asombra ante la inmensidad de lo grande y lo pequeño, e intuye la frontera del misterio.

La historia del paraíso terrenal habla poéticamente de ese primer momento de nuestra especie. Tras haber vivido en la inocencia, como el resto de las criaturas, en el momento en que el ser humano adquiere la conciencia deja de ser parte de ese mundo, por lo que debe abandonarlo de forma definitiva. A partir de aquí surge el trabajo que, bien orientado, no debe constituir un castigo sino vocación, realización, servicio y construcción de la historia, nueva característica que nos aleja de lo puramente animal, ya que si bien cualquier especie mantiene sus caracteres largos periodos de tiempo, el ser humano desarrolla sus potencialidades haciendo historia y construyendo sociedades más complejas, desde lo moral a lo tecnológico.

Por desgracia, gran parte de ese progreso se realiza de espaldas a la naturaleza, distanciándonos de ella en lo que está resultando un camino equivocado. Aun habiéndonos apartado de sus relaciones sistémicas, necesitamos sentirnos unidos a esa pluralidad de vida, de la que dependemos y con la que compartimos el aliento vital que nos sustenta. Pese a nuestros grande avances, no representamos ni el 0,1% de la biomasa planetaria, y una observación serena del mundo natural, debería proporcionarnos un baño de humildad, miremos hacia arriba o abajo, grande o pequeño, o en cualquier dirección. Buena parte de los desvaríos psicológicos se verían reconfortados en contacto con la fuente que nos inspira paz, serenidad y belleza.

Pedagogos como Giner, poetas como Wordsworth, místicos como Juan de la Cruz, coinciden en mostrar la naturaleza como maestra, educadora, inspiradora, buscándola para encontrar en ella el apoyo y el estímulo para las más altas metas, cuando no el reflejo de lo desconocido, que sugiere y pacifica.

Esta es la delicada y misteriosa frontera humana: saberse naturaleza y cultura. No mitad y mitad, sino todo y todo: salimos del Edén y comenzamos a vivir con sentido en un camino nuevo. Pero esta gran comunidad humana, lejos aún de la fraternidad por la apropiación violenta de unos pocos de las fuentes de riqueza colectivas, no puede existir de espaldas a sus orígenes naturales. Si bien su retorno es ahora distinto, ético, con una nueva mirada respetuosa, llegando con Albert Schweitzer a sentir reverencia ante la vida. El llegar a ser culturales (entendida la cultura no como una acumulación de conocimientos, sino como la interpretación de la vida), no supone sino una ampliación de la conciencia y no excluye nada, sino que todo queda integrado con profundidad y sentido. Ahí está el desafío de la naturaleza humana.

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