Por Ricard Iglesias.- Me miro al espejo y veo a un hombre despojado.
Un hombre de cien mil caras a quien la soledad lo dejó tirado.
La soledad no engaña. La soledad desvela.
Y es que a pesar de que mi mente señala al del espejo un hombre cualquiera, aquí, en mitad de la tormenta, sigo viendo la inocencia de quien despierta como si no hubiera mañana.
Principito, me gusta llamarme. Descubro en ti un niño enamorado, protegido por su madre.
Tengo miedo, grita a lloros el espejo. ¿Quién cuidará de mí, ahora que no tengo madre?
Quiero lo mejor para ti, contestó mi reflejo. Aunque te creas solo por un instante, acuérdate de ver al sabio heredero.
¿Y quién es este sabio heredero?, repliqué con poco aliento.
Acuérdate, Ricard, de mirarte de nuevo al espejo.
Y es que, en la soledad, uno vuelve a encontrarse de nuevo. Te amo incondicionalmente. Todo saldrá bien.
Porque incluso en el peor momento, siempre encontrarás, detrás del miedo, al verdadero ser despierto.
Tengo una última frase, querido silencio. Gracias por enseñarme quienes cuidarán de mí primero.